Un estudio propio

XVII



Procuraba trabajar en un estudio propio, apartado de mi casa, desde que estuve en el 2º curso de la Carrera. Es algo que siempre he tenido claro: por tu propia salud mental y física. El hecho de separar los dos ambientes —el del trabajo y el del hogar— te obliga a ajustarte a un horario de “entrada y salida” con el lógico orden que esto aporta a la jornada: los artistas necesitamos regular los hábitos de vida, creo que más que los demás, por nuestra tendencia a dejarnos absorber por la tarea de una manera obsesiva. A veces ocurre que cuando trabajas, los parámetros tiempo-espacio desaparecen. Antes me refería a cuidar la salud mental y física, no sólo porque el caos vital puede conducirte a obsesiones si no te separas de tu obra, sino porque ya tienes bastante con el tiempo de trabajo en el estudio, como para seguir sometido a los vapores del aguarrás en tu propia casa. Algunos colegas defienden la idea romántica de trabajar cuando venga la inspiración, y su vida es la anarquía. Terminan siendo inconstantes y se cargan de problemas ajenos al arte. La inspiración suele llegar en el silencio del trabajo.
Mi primer estudio lo compartí con Alejandro, un compañero de clase. Se trataba de una plaza de garaje subterráneo. Estaba separado del resto de aparcamientos por un gran portalón de entrada. Luz de tubos fluorescentes, paredes blancas, una pequeña pila de agua, sin ventanas y con los motores de los coches a pocos metros de nuestras narices. Nos lo cedió un escultor que no aguantó más la situación. El espacio se distribuía a lo largo, por ser lo que era —un garaje—, y colocábamos los caballetes en cada extremo del habitáculo. Los inconvenientes eran muchos, pero sin ese primer estudio quizá no me hubiera dedicado a la pintura. A veces, para consolarme, me acordaba de Cervantes, escribiendo su obra universal a pocos metros de mi garaje, tres siglos atrás, en la celda de una cárcel con los mismos metros cuadrados que nuestro estudio.
Después de dos años, cuando se nos hizo insostenible escuchar el grito perforante de “¡Juani!” –era como llamaban todas las asistentas al mantenedor de nuestro edificio, que tenía su taller pegado a nuestro garaje—, “¡Juani!”, “¡¿pero, porqué Juani, si es nombre de mujer?!” –pensábamos nosotros; después de dos fructíferos años, como decía, nos mudamos a Bohemia. El nuevo estudio se encontraba no en el peor barrio pero sí en el que ostentaba la distinción de mala reputación con más solera de la ciudad. Era un piso antiquísimo, con techos altos y unas vigas de hierro que apenas podían sostener un techo centenario. Sin embargo, los dos balcones de la fachada por donde entraba la luz natural, ¡luz natural por fin!, y el cuarto de baño, hacía que el recuerdo de nuestro garaje se perdiera en el olvido. ¡Aquello era un lujo! ¡Cuántos cuadros pinté allí…!
No obstante, el nuevo estudio, a veces tenía sus inconvenientes. Recuerdo que en una ocasión, decidí presentarme a un concurso de pintura importante. La tienda de los productos de Bellas Artes, se encontraba muy cerca. Me gasté todos mis ahorros en un bastidor de dos metros por dos y un rollo descomunal de tela barata. Cuando llegué al estudio los músculos de mis brazos no paraban de temblar. Es indescriptible la sensación de ensamblar un gran bastidor, aún no has pintado el cuadro, pero, de alguna manera, ya lo estás haciendo. Al trabajar con esas dimensiones tuve que despejar todas las cosas de mi habitación. De lo que pinté, bien me acuerdo, de cada minuto, pero eso no es lo que iba a contar; cuando lo terminé, al día siguiente concluía el plazo de presentación ¡todo un clásico! Avisé a Pedro, un amigo, para que me ayudase a transportar la vela de dos metros por dos al lugar de recepción de las obras para el concurso. Cuando Pedro vio el cuadro, lo primero que dijo fue:
— Pero, ¿cómo vamos a sacar el cuadro de aquí?
— Está claro: por la escalera. Dije yo sin inmutarme.
— ¿Tú estás seguro que esto sale…?
— ¡Por supuesto! Y sin más le pedí que sostuviera el cuadro por el otro extremo con muchísimo cuidado y que me siguiera. ¡Oh, sorpresa! El cuadro salía con facilidad por la puerta de entrada, pero cuando llegamos a las claustrofóbicas escaleras de la tercera planta donde se encontraba nuestro estudio… ¡no cabía!
Empecé a sudar de inmediato; conjugamos todas las posibilidades y no había manera de sacarlo. Perico me miraba como un funcionario. El cuadrazo entró en el estudio desmontado y tendría que salir desmontado: es una regla elemental que yo desconocía hasta ese momento.
Quitar la tela de un bastidor de un cuadro de dos por dos requiere una paciencia de miniaturista medieval, y si algo nos faltaba era tiempo: el plazo de entrega se acababa. Cuando se debatían en mi cabeza la búsqueda de soluciones y los lamentos por mi falta de previsión, se me ocurrió que ¡lo podíamos sacar por el balcón!: un tercer piso, diez metros de altitud y una leve brisa para hinchar la tela. Genial.
El espectáculo debió ser grandioso para los transeúntes de la calle Calatrava, que, por supuesto se cambiaban de acera no sólo para ver mejor.
Debo agradecer a Pedro que en ningún momento se erigió en el sentido común en persona; él, como un estoico, dejó que la evidencia se impusiera con suavidad. Lo intentamos sacar girando el cuadro, inclinándolo… ¡pero no salía! Un maldito ladrillo del arco que decoraba exteriormente el balcón lo impedía. El minimalismo, a veces, tiene sus ventajas. Tal fue mi desesperación que llegué a agarrar un martillo para destrozar el obstáculo, pero, ¡qué sólido era! Con el mismo ritmo decadente de mis golpes se fue diluyendo mi idea de presentarme al concurso.
Nos pasamos la vida dejando pasar trenes, pero lo importante no es el tren, sino su destino. Al cabo de un mes, presenté mi cuadro a un concurso mucho más prestigioso que el primero y me lo seleccionaron. Como es lógico, salió del estudio desmontándolo antes. Soy un afortunado sin merecerlo.
Del tercer estudio no quiero hablar. Era una habitación en una azotea. Estuve poco tiempo y lo recuerdo vagamente como un microondas dañino.
Mi estudio número 4 es el actual, que comparto con mi hermana –también pintora– y se lo alquilamos a un casero paciente que comprende a los artistas. Tiene muchos armarios para expandir aquel microcosmos de objetos desconexos, inevitable, por otra parte, en el taller de cualquier artista.

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