El examen de ingreso

XV



Aprobé el examen de ingreso y me fui a pasar un día de excursión a la playa con unos amigos. Se me ocurrió que podíamos ir donde mi familia y yo solíamos pasar las vacaciones algunos años atrás. Después de comer, ya había bajado la marea y me acerqué a las rocas que el mar, en su retirada, había dejado al descubierto. En una pequeña charca, los camarones, esas gambas en miniatura, aprovechaban para investigar en la quietud de las aguas. Me asomé e instintivamente metí la mano para atrapar alguno. En el delicado proceso de la captura, Miguel —un amigo que estaba terminando la carrera de Medicina— se puso a mi lado. La operación no era nada fácil pues requería la técnica del acorralamiento escalonado: subes lentamente la mano desde el fondo hacia la superficie y todo esto sin que se dé cuenta la presunta víctima. Llevábamos un buen rato cuando alcé la cara hacia donde se encontraba Miguel. Nuestras miradas se cruzaron un instante y, en ese momento, pude comprobar que no dirigía sus ojos a lo que estaba haciendo como era de esperar, sino que me estaba escrutando con desagrado. En seguida me preguntó —como fruto maduro de esos momentos de reflexión—: “¿Qué haces?”. Era una interpelación propia de Miguel, una cuestión nada superficial; Miguel tenía la rara capacidad de formular preguntas trascendentales en las situaciones más absurdas. Todos los niños a la edad de tres años tienen ese don pero terminan perdiéndolo cuando crecen. Él nunca lo perdió. Me quedé un poco cortado, la verdad, y el canalla se retiró sin esperar mi respuesta dejándome herido con el rejón clavado en la espalda.
La pregunta equivalía a: “Un chaval de tu edad, comenzando una carrera universitaria ¿qué hace pescando camarones en una charca?” Mi carácter, un poco soñador, le debía parecer una perpetua pérdida de tiempo que se me iba de las manos como aquel agua de mar. El agua se escurría sí, era cierto, pero también lo era que los camarones quedaban atrapados entre mis dedos.
A veces le he dado vueltas a este sucedido, y he llegado a la conclusión de ¿qué es la vida sino un juego? No, no peco de superficial ni tiene que ver nada con el “síndrome de Peter Pan”. En una ocasión, me alegró encontrar esta misma idea en el libro de los Proverbios:

“Cuando fijaba los cimientos de la tierra,
yo estaba como artífice junto a Él
lo deleitaba día a día,
jugando ante Él en todo momento,
jugando con el orbe de la tierra.”

Era el hombre el que estaba junto al Creador, y además, ayudándole en su trabajo. Es sorprendente: el hombre que trabaja en la Creación —sin duda la labor terrena más seria que es capaz de realizar—y para colmo... ¡lo hace jugando!
Sí, la vida es juego. En el juego se sufre por alcanzar el triunfo, pero eso no les importa a los que se atreven a participar; si la vida no fuera juego seriamos presa fácil de la rutina; pero, ojo, aunque uno no crea en Dios, tarde o temprano caerá en la cuenta de que se juega en el tablero de la Providencia. Los nihilistas son aquellos que se niegan a jugar. También están los que quieren un cambio de reglas, sin plantearse que es tan difícil eso como intentar detener el paso del tiempo.
Los suicidas son aquellos que no aceptan de ningún modo las reglas del juego.
Los mejores trabajadores que he conocido poseen esta concepción de su propio oficio: los fracasos son relativos porque vuelves a empezar —desde la casilla de salida en el peor de los casos—; los éxitos no se les suben a la cabeza porque saben que la partida aún no ha concluido; son personas que suelen contagiar su enfoque vital a los que les rodean y confían en los demás como aliados de su juego para llegar más lejos. Tienen competidores pero no enemigos y su audacia se sitúa a la altura del riesgo que supone jugar.
En todo este asunto, algo esencial es querer jugar: es el primer paso. Aquellos que carecen de voluntad para el juego suelen perder por costumbre: no se concentran, reaccionan tarde en los momentos claves; son los que no han hecho realidad lo que soñaron una vez, los que equivocaron su propia ruta —la que les pertenecía— por un consejo o mandato de sus padres, de la sociedad o de su propia vanagloria.
Nadie duda de que los que nos dedicamos a alguna faceta artística lo hemos hecho porque hemos querido. Los artistas queremos jugar al arte. El arte —como la vida— es un juego. A la acción de jugar le corresponden sustantivos como la diversión, el riesgo, el reto, la victoria, encajar una derrota o ver a los demás como adversarios deportivos. Estos mismos aspectos del juego se pueden aplicar al proceso artístico de la Pintura: pinto porque me gusta, disfruto; es un riesgo usar determinada combinación de colores o componer en un espacio limitado; el reto consiste en materializar sobre un soporte lo que quieres expresar y depende de cómo lo hayas llevado a cabo vendrá la victoria o la derrota; y en cuanto a los adversarios, uno no copia a los pintores del pasado o del presente: te pueden inspirar o sugerirte un camino o puedes interpretarlos, pero nunca plagiarlos, carecería de sentido. La expresión plástica en la Pintura es inagotable por eso —al igual que los viejos rockeros— nunca morirá.

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