Mi padre era militar

I



Mi padre era militar, pero gracias a Dios, también pintor, escultor, restaurador y manitas: un renacentista en toda regla. Como en casa éramos muchos hermanos, ni más ni menos que once —un equipo de fútbol al completo—, los ingresos que procedían de la venta de los cuadros de mi padre, nos ayudaban a llegar a fin de mes.
Siempre hemos vivido en la misma casa: un pabellón militar con un porche y jardín en la parte delantera. Los techos eran tan altos que si a alguno de los pequeños se le escapaba un globo, para recuperarlo, había que esperar al día siguiente a que descendiera.
En el piso de arriba —independiente del nuestro— vivían los vecinos. No sé por qué los vecinos casi siempre nos resultan hostiles. Creo que en la entraña de este profundo misterio siguen trabajando antropólogos de todo el mundo. Hace poco leí que una universidad de Estados Unidos sostenía la teoría de que el germen de las guerras tenía su origen en las desavenencias vecinales. No obstante y a pesar de todo, mi madre nos enviaba a menudo arriba para pedir un limón o un poco de sal y ellos a su vez nos pedían la paellera o el molde de hacer bizcochos. Se trataba, sin duda, de relaciones diplomáticas y política exterior: “Yalta” era el tendedero; su terraza y nuestro jardín se convertían en “la Haya”; sus escaleras “el Canal de la Mancha” y nuestro techo “el Telón de Acero”. Su red de espionaje era muy superior al nuestro porque mientras ellos estudiaban nuestros movimientos desde las ventanas —ocultos entre los visillos—, nosotros, de ninguna manera, podíamos “ver sin ser vistos”.
Justo arriba de los vecinos, en un pequeño ático, como si de una plaza conquistada se tratara, mi padre tenía instalado su estudio de pintura. A pesar de la ampliación que hizo, aquella habitación seguía siendo poco más que un zulo, repleta de estanterías cargadas de libros de pintura, bastidores, cajas de óleos y todo el microcosmos de objetos desconexos que, por obligación, se incorpora al taller de cualquier artista.
Lo mejor de aquel estudio, con diferencia, era un pequeño balcón delantero que daba oxígeno a tan reducido espacio y que permitía colocar una gran puerta de cristal por donde entraba a raudales la luz de la tarde.
La luz de la tarde..., ¡qué distinta era según las estaciones!; la luz violeta de otoño que olía a madera quemada; en invierno, efímera e inestable, como una pompa de jabón; la de primavera, rebelde como la adolescencia y la de verano como una visita inoportuna que se intenta evitar.
De pequeño, me gustaba subir a ver qué era lo que estaba pintando mi padre. Se me iba el tiempo observando los movimientos automáticos de su mano con el pincel y sus continuas idas y venidas al lienzo. En esos momentos, su propia ausencia de la realidad le hacía poner unas caras extrañísimas como cuando achinaba los ojos al retirarse de lo que estaba pintando; lo hacía —según me explicaba él—, para “valorar los tonos del cuadro”. Mientras le miraba, no dejaba de acribillarle con las preguntas propias de la metafísica de los niños y él, absorto en su trabajo, contestaba de soslayo hasta que se le agotaba la paciencia.
Para mantenerme con la boca cerrada, mi padre me daba tareas. En una ocasión, colocó un botijo sobre una mesa para que lo dibujase con carboncillo y al cabo de media hora, al asumir la distancia que existía entre el dibujo de líneas y el de sombras, me desanimé; y, es que, una cosa era sintetizar la forma pero, a eso mismo darle volumen sin perder la síntesis... ¡era un milagro! Todavía no había aprendido que, en el mundo real, la línea no existe.
Cuando me negaba a dibujar, mi padre me dejaba echar un vistazo a esos libros enormes de pintura que guardaba en las estanterías combadas. Si algo de pintura sé —sin contar las lecciones de mi padre, claro—, creo que fue allí donde más aprendí. Recuerdo que los de “la Vieja Escuela” —del Renacimiento a los románticos—, resultaban inaccesibles a mi mente de niño: no tenía ni idea de cómo esos maestros habían logrado pintar aquello. Comprendía que tenía mucho de hormiguita: trabajo continuado y oficio. Con esta observación no he querido decir que los de la Vieja Escuela carecieran de poesía o del famoso pathos, sino que simplemente, en esa época de mi vida, aún no me decían nada aquellas grandes obras maestras porque, simplemente, me faltaba sensibilidad. Me aburrían.
Fue un libro de “los impresionistas” el que más me sorprendió. Los cuadros de Monet eran lecciones para niños, eran cuadros de un maestro antiguo al que no le había dado tiempo a enmascarar las pinceladas. Estaban allí, clarísimos los brochazos amarillos y violetas que se transformaban en una pared encalada de un día pleno de sol.
Pero ni siquiera con estas lecciones alcanzaba a palpar el misterio de aquella luz que manaba de los cuadros de Monet. Me enseñaba —aunque quizá no lo percibiese con exactitud—, que dos notas bien afinadas no crean la totalidad de una sinfonía.

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